viernes, 29 de julio de 2011

Crítica El circuito de teatro

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El relato de una ausencia

por Lía Noguera

En un barco amarrado en el Puerto Amberes, en la ciudad de Bélgica, un grupo de marineros y su capitán cobrarán vida en la obra escrita y dirigida por Julio Molina: Puerto Amberes. Mujer que vuela por la ventana con cortina que flamea a modo de comentario. Juan, su protagonista y encarnado por Marcelo Velázquez, ha decidido encerrarse en su camarote, acompañado únicamente por el alcohol, tras haber perdido fatídicamente a su amante: Laura. Pero tras las puertas de su camarote, se hacen presentes de manera constante un par de marineros (interpretados por Román Melendrez y Cristian Martínez) que a modo de bufones intentan despegar a Juan de su mundo melancólico y patético. Pero sólo un personaje cortará con ese espacio claustrofóbico en el que se encuentra nuestro antihéroe: Andrés (Juan Sánchez Maltrain), el esposo de Laura, quien acudirá a este barco a recibir la noticia de su muerte.
Mediante un texto cargado de poesía que proyecta imágenes y espacios anclados a un mundo que se debate entre lo ficticio y lo real, la propuesta de Puerto Amberes se erige a partir de la ausencia y de cómo hacer presente un cuerpo y un amor que ya no están. 

Así, un texto que se entreteje a partir del discurso amoroso de Juan, que desde su estado de ebriedad, intenta recomponer, rellenar, “llenar” ese vacío que dejó en él la muerte de su amante. Para ello, la respuesta del texto ante el dolor y la pérdida es la apuesta por el relato: relatar la ausencia para hacerla presente pero, paradójicamente, en un espacio que ya no tiene vigencia, en un barco amarrado que metafóricamente evidencia las frustraciones de sus tripulantes. De esta manera, el relato de Juan sobre su vida junto a Laura se vuelve “cuerpo de evidencia”, documento de un pasado reciente que sólo podrá ser clausurado cuando este personaje testifique ante el esposo de Laura los sucesos acontecidos.

Con un muy buen trabajo actoral por parte de Velázquez y Sánchez Maltrain, que a modo de confesiones se debaten en la escena, la puesta de Molina cobra una significación emotiva que es acompañada por un detallado y bien delineado espacio escenográfico realizado por María Sol Suárez. Excesos de botellas que pueblan la habitación de Juan, una cama incómoda, un desorden profundo -todo ello reflejo de su propia interioridad- que se oponen al segundo y tercer plano en el cual se suceden las acciones: el espacio central, destinado a las intervenciones bufonescas de los marineros; el espacio posterior (sin recaer en la extraescena) que corresponde a una barra de un bar en el cual se ubica la figura de poder de este barco: el capitán, interpretado por Alberto Fernández San Juan. Pero a estas tres divisiones espaciales debemos sumarle una más que se encuentra en el lateral, en el margen izquierdo de la sala del Apacheta, y que corresponde al discurso amoroso de Andrés, único personaje que desde esa marginalidad atravesará, a modo de peregrino, todos estos hitos previamente mencionados.

Imágenes poéticas, discursos cargados de metáforas que estructuran un argumento coherente con una estética de la melancolía y su consecuente imposibilidad para superarla, son los componentes esenciales de esta nueva propuesta de Julio Molina que viernes tras viernes sube a escena y “nos deja pensando”: ¿dónde situamos las ausencias?, ¿qué hacemos con las imágenes de aquellos que ya no están?

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