jueves, 30 de junio de 2011

Crítica Puesta en Escena

Puerto Amberes (Mujer que vuela por la ventana con cortina que flamea a modo de comentario)

Notable puesta de Julio Molina con un texto maravilloso y actuaciones brillantes en torno al amor, el desencanto y los modos de transitarlo.
Por Teresa Gatto
"La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
                                                       Sólo que me queda el goce de estar triste…"
J. L. Borges
Se puede representar el amor, se puede representar la muerte, la traición es representable también, pero es muy difícil representar la melancolía. Sobre ella se dice que una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente hace que no encuentre quien la padece, gusto ni diversión en nada. Pero también la melancolía suele estar asociada al duelo, a la pérdida. Un sujeto ama y pierde al ser amado, según Freud, la melancolía caracteriza su ánimo por un profundo desasosiego y dolor, una supresión del interés por el mundo exterior, el detrimento de la capacidad de amar, una inacción total  y una depreciación en el sentimiento de sí que se manifiesta en el autorreproche y la autodenigración y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. El duelo, remarca Freud[i], muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Pero en todo lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior -en todo lo que no recuerde al muerto-, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor -en remplazo, se diría, del llorado- y  el ostracismo frente a cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto.
Así, en el interior de un barco anclado en el Puerto de Amberes, Juan, a cargo de un maravilloso trabajo de Marcelo Velázquez, acomete innumerables botellas de whisky, mientras todo lo que lo rodea es la ausencia / presencia de Laura. Ausencia porque ha muerto y presencia porque no hay objeto de amor que la remplace.
Un capitán usa un giradiscos en el que el tiempo parece no transcurrir jamás, un par de marineros, son el nexo entre el afuera en que el mundo existe y sigue su curso y el barco que está amarrado. Ellos representan un par muy diferente al de Juan, que sumado al esposo de Laura, Andrés, en un estupendo Juan Sánchez Maltrain, espera en tierra. El hombre sentado cerca de la escalerilla que lleva a bordo espera que Juan baje a contarle el final de Laura y así, saber qué pasó exactamente con su mujer, pero la melancolía de Juan como una niebla espesa que no lo deja ver, lo ha convertido en un sujeto inerte que sólo de tanto en tanto rebusca un último trago en la inmensidad de botellas en las que viene ahogando sin suerte los recuerdos de ese amor.
El texto de Julio Molina es poesía pura desde su título: Puerto Amberes (Mujer que vuela por la ventana con cortina que flamea a modo de comentario). Poesía difícil de expresar desde el vapor del alcohol en el que Juan espesa la bruma de su embriaguez melancólica. Ni las intervenciones del afuera encarnada por los marineros Cristian Martínez y Román Melendrez (bufonescos a veces, irónicos las más pero siempre bien jugados), ni el embrague que significa el capitán en un buen trabajo de perfil de Alberto Fernández San Juan, que azuzan todo el tiempo al hombre casi inmóvil, logran nada. Él sólo puede recordar y regodearse en el recuerdo de Laura, en cómo la conoció, en la diferencia entre ellos. Él, hombre de mar y ella, mujer de letras haciendo un doctorado en París, la diferencia no existe, no hay nada más literario que el océano.
Pero la neblina debe terminar, la historia debe cerrarse al menos para uno de los dos. ¿Será para el que hace el duelo? ¿O será para el melancólico?  
Molina que dirige su propio texto hace, además, un gran trabajo de puesta en escena y logra que sus actores logren un eficiente uso del espacio escénico (con un muy buen diseño escenográfico de María Sol Suárez)  con gran economía de recursos. Así consigue,  aunque Juan casi no baje de su litera y Andrés esté  durante gran parte de la obra sentado cerca de la amarra, otorgar movilidad a la puesta y cambios de plano que colaboran con la historia.
El diseño de iluminación y el aspecto significante de la tristeza se conjugan perfectamente junto a los otros signos, indíciales desde el título para que todos los actores alcancen un grado de lucimiento muy bueno en los contrastes no sólo de la acción/inacción, afuera/adentro, melancolía/tristeza, sino además para que cada sintagma del texto signifique de manera valiosa. El receptor se queda imantado por las imágenes de un naufragio de amor, acaecido en la tierra que narrado poéticamente nunca deja entrever mesetas ni traspiés en una zona tan resbaladiza para un actor como representar la ebriedad. En este punto, la tarea de Velázquez es magnífica.
La puesta se cierra del mismo modo como comenzó, pero para saber si la neblina de la tristeza puede ser disipada, para saber la diferencia entre duelo y melancolía, el espectador deberá ir al Apacheta Sala/Estudio, los viernes y así percibir por sí mismo cómo es posible representar lo intangible y hacer que esto se apodere de él, otorgándole la chance maravillosa de salir de ahí y saber que por suerte hay Lauras que no lo abandonarán  nunca y que si ocurriera hay más de una opción.

[i] Freud, Sigmund, Duelo y Melancolía 1917 (1915). «La aflicción y la melancolía». BN (17 vols.), 9, págs. 217-35. Traducción de Luis López-Ballesteros.