Puerto Amberes
Un poema para varias voces
por Moira Soto
Pan y Teatro Social Club - Radio de la Ciudad
Julio Molina no termina de sorprendernos y admirarnos. Esta nueva obra no se parece a ninguna de las anteriores. Siempre es arriesgado lo que hace y siempre da un paso más allá, más lejos. Como es el caso de Puerto Amberes, una especie de poema para varias voces. Así hay que asistir a esta obra, porque de otra manera el lenguaje con el que se expresan los personajes puede parecer rebuscado o artificioso. Y esto está buscado, ya que en ningún momento esta obra intenta ser realista y desde la escenografía de María Sol Suárez crea un concepto casi mítico de barco en el escenario de Apacheta. Lo mismo sucede con el vestuario, con los sonidos que se escuchan, se entra a una dimensión del sueño, y a esa dimensión corresponde este lenguaje que trae a escena a un marinero que está en su camarote -están muy bien definidos los espacios- vaciando botellas de alcohol y llorando su pena de amor.
La obra se llama Puerto Amberes y tiene un subtitulo “Mujer que vuela por la ventana con cortina que flamea a modo de comentario”. Al leer el texto se ve que está dedicado a Gilles Deleuze, un gran filósofo francés que se suicidó en 1995 tirándose por la ventana en “su último gran gesto de libertad” –como dijo un músico amigo suyo- a raíz de una afección respiratoria, un enfisema pulmonar. En esta obra, un personaje –la novia del marinero que se emborracha- también se ha tirado por la ventana y su marido está viajando desde algún lugar de Sudamérica para encontrarse con el amante. Lo vemos a un costado del barco, al borde de la escalerilla, esperando, hasta que finalmente tiene esta entrevista con el marinero desgraciado que no puede superar su dolor por el bien perdido. Hay otros dos personajes de Marineros que hacen comentarios de lo que sucede en escena por momentos humorísticos, por momentos parecen uno el desdoblamiento del otro, uno de ellos dice, o lo dicen a dúo “somos muñecos siameses”. Y, por el otro lado está el personaje del Capitán, que aparece en otro plano, en un espacio donde hay una especie de barra, donde pone música, parece que son kilómetros y kilómetros de muelle los que hay.
Juan, este marinero ha tenido un romance con esta mujer Laura, sabiendo que ella era casada y cuando ella estaba estudiando Letras en Europa. Nunca habrá una explicación de ese suicidio. Solo el encuentro de estos dos hombres que se reparten algo que ella dejó y que los espectadores deberán averiguar qué es. Pero todas las alusiones que hay al mundo marino, a la vida del mar, en los barcos, a la humedad, a la niebla, tienen un encanto y una sugestión extraordinarias y el texto al escucharlo te obliga a repensarlo de contínuo ya que no es un lenguaje habitual en el teatro.
Julio Molina ha decidido esta vez hacer un poema de una hora acerca de este náufrago en su camarote anegado en alcohol y en dolor que no puede procesar su duelo. Las actuaciones son todas muy logradas, porque lo que Julio Molina les ha exigido a los actores no tiene nada que ver con lo que uno está acostumbrado a encontrarse en el teatro, realmente es otra tonalidad, otra mirada, otra impostación la que se ve en escena. Y tanto el marinero borracho que está vaciando y llegando al fondo de las botellas que hace Marcelo Velázquez, como el marido sufrido que hace Juan Sánchez Maltrain, son dos actuaciones sumamente conmovedoras. Por lo que ya traen a escena aún antes de empezar la obra. Lo mismo el personaje del Capitán con sus anteojos ahumados y con una especie de aureola misteriosa que lo rodea y estos dos marineros que son los que aportan una cuota de humor y un poco socarrones completan este equipo de personajes singulares y completamente atípicos.